lunes, 19 de agosto de 2019

EL OLIVO DEL CIEGO




–Tócalo –dijo padre, al tiempo que guiaba mi mano de nene sin MaestroEscuela a lo largo de lo que a mí me recordaba algo así como una fragilidad semejante a mi blanco y sonoro bastón de ciego, aunque en más maleable y dobladizo. –Es mi regalo de cumpleaños. Crecerá y enreciará contigo; pero siempre tendrá diez años menos que tú.
(Hay que ver cómo se confundía padre en lo de los diez años; él, que nunca erró el tiro en nada de lo que se le puso por delante).
Crecimos juntos el olivo y yo, aunque demasiado solitarios. Yo, casi siempre, dentro de la casa de las afueras; muy dentro de mí mismo y de mi propio paisaje emborronado. Él siempre expatriado en el patio trasero, lejos de las panderas y de los barrancos donde desde siempre ramonean los suyos bajo las escarchas o sobre los secarrales; preso entre cuatro tapias con vistas a las golondrinas y a las estrellas de un cielo cuadrado al que no alcanzaban las escarpadas puntas de los dedos de las sierras de por aquí.
Y es que Sierra Mágina no está hecha para encerrarla entre tapias medianeras de patios traseros.
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Pasado el tiempo y lo que tenía que pasar, algunas veces salía yo a aquella parte trasera de la casa de las afueras del pueblo, y lo tentaba, recordando las manos recias y rugosas de padre; aquéllas con las que recortaba peces de cartón como un maestro sin escuela, y que tan frías se le quedaron el último día que pasó en la casa.
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–Huélelo –me dijo madre un día de diciembre, en que me encontró tanteando con apetencia los abundantes frutos todavía recios, consistentes y demasiado amargos, aunque se dejaban estrujar entre los dedos, –digo yo que sería porque se apiadarían de mí–, deshaciéndose en lágrimas mansas y pegadizas como la vida misma. Y su olor me recordó los almuerzos de pan y aceite de mi infancia, en los que aún no nos faltaba nadie a la mesa, y era padre quien racionaba la hogaza con crujidos semejantes a los de la misericordia repartida.
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El olivo del ciego
–Apóyame la espalda contra su tronco –me demandaba madre en aquellos años en que ya se le escapaba el tiempo de entre los dedos con el mismo siseo y simetría con el que se hablan entre sí las agujas y la lana cuando la vieja perseveraba en tejer cálidas larguras. Y madre, allí recostada contra el tiempo, se convertía en un contumaz vaho sonoro, que se me metía a mí hasta más arriba del cerebro, y luego resbalaba como el aceite, pecho abajo, hasta acomodárseme en el corazón con un esmero semejante al que, según mentaba la cercana voz de madre, usaban las tórtolas en montar sus nidos en lo más tupido de mi olivo.
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–Escúchalo –me dije a mí mismo durante mis largos años de soledad, cuando comencé a ocupar el asiento que madre dejó con la labor por rematar, y desde el que, en mitad de tantísimo silencio como es el de la ceguera de los ojos, aprendí a distinguir entre el arrullo de las tórtolas, el piar de los gorriones recién salidos del huevo, el jolgorio de los colorines, el recio crepitar de las cigarras y el sigilo del interior de la casa sin maletas.
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Nadie tiene que decirme ahora que lo abrace, ni en la casa queda ya nadie que me lo diga; pero yo abrazo a este olivo, compañero de juegos, de despoblado y de desgastes, sin poder abarcarlo a estas alturas entre estos brazos míos, cansados de mirarlo a su manera desde los ojos de la piel.
Y él, que ha enreciado como solo los olivos enrecian y se retuercen con el paso del tiempo, me soporta, me sostiene y me deja tocar sus hojuelas, que son como las siluetas de cartulina que me recortaba padre para enseñarme cómo eran los peces. Y, desde que florecen hasta que se convierten en caretos, me deja tentarle las aceitunas del año, que son como mínimas complacencias redondas, hechas a ver el día, como lo vieron y lo ven tantos ojos sin dañar, aunque, según dicen, sean ellas del color de las noches cuando no hay luna que esquivar para los besos furtivos.
Y me permite palpar el largor de sus pestugas antes de que vengan a chasparlas los que todo lo ven sin detenerse a mirarlo cuando pueden. Esas pestugas que pudieran haber sido como mi bastón si les permitieran enreciar y hacerse grandes como un humano.
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“Háblame” –le he escuchado decir a su manera. Y no hay que ser tan ciego como para no sentirle el miedo a mi solitario árbol. Ese miedo que le tiene al silencio de cuando yo me vaya para siempre, y que se le pasará cuando él y yo seamos la misma cosa.
−No tienes de qué desazonarte –lo he confortado, mientras le acariciaba las verrugas y las arrugas del tiempo en su corteza, y conjeturaba sobre la invisible hondura y ternura de sus raíces.
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Bien pensado, nadie debiera plantar un olivo en mitad de un patio, dejándolo sin compaña, y tan lejos de los suyos como una viuda en mitad de su luto despoblado. O como la casa de un emigrante, ya sea que se vaya a Alemania, ya lo haga al mundo de no volver; que viene a ser lo mismo.
En viéndolo tan aislado de los de su linaje como siempre lo están quienes tienen que cuidar de otros, o atender a ciegos de nacimiento o de entendederas, no he querido contenerme de sincerarme con él:
−¡Quién te iba a decir a ti, cuando padre te plantó en el patio trasero dejándome a tu cuidado, y yo te sacaba más de veinte palmos a lo alto y toda una hechura a lo ancho, quién te iba a decir a ti ‑digo- que ibas a sobrevivirme por cientos de años en el patio de esta casa de las afueras de La Moraleda, donde ya los tapiales, a fuerza escasez de blanqueo y hartura de adioses, y de dolientes “hasta–más–ver” embusteros, amagan con desmoronarse hacia donde se pone el sol de las criaturas!
Pero, lo escrito, escrito está.
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Lo he dejado por escrito: que, aunque tengan que meterme yesca como al ramón de mi olivo para prevenir de la palomilla a los de por ahí afuera, que me entierren a sus pies, junto con mi bastón blanco.
Y junto a los recuerdos.

En CasaMágica. En un 7 de Julio de 2019

domingo, 18 de agosto de 2019

EL MAESTRO DE LA MORALEDA


81/2019


         De esto hace ya algo más de setenta años; pero el nombre de La Moraleda aún sigue levantando el polvillo de un recuerdo muy lejano en el que los abruptos caminos que unían o separaban estos pueblos de Sierra Mágina fueron transitados por rojos y azules que se mezclan en mi corazón y en mi memoria. Los rojos –odio amasado como el moyuelo sin mucho tiento— hacía pocos años que habían dado de mano en su tarea de fechorías sanguinarias; los azules –correajes, camisas oscuras impunes y pistolón justiciero al cinto— habían comenzado sus banderías de cunetas, fijador y brillantina.

Castillo de Bélmez
       Se suponía por aquellos tiempos y por estos pagos (¿ahora también?) que ser “rojo” exigía un ir de desarrapado, en plan pelliza cuando la había, albarcas con suela de goma a las que se les sacaban los tuétanos antes de desahuciarlas en la esportilla del trapero, impío paseíllo dominguero con los pelos apelmazados de aquella manera encima de la mollera sin abecedario y oliendo un poco a sobaquina y a macho cabrío; mientras que ser “azul” equivalía sin remedio a llevar una chaqueta de buen ver –la de todo uso, incluidas boda y mortaja—, pegarse el pelo a la crisma con jabón de sosa hecho en casa y despedir un cierto tufillo a Floyd de barbería y cera de misa mayor.
         Hubo –y hay— una tercera tropa: la de los que, sin ser ni rojos apóstata ni azules evangelistas, les pilló la cosa en tierra de nadie y con el paso cambiado en mitad de semejante pelotera de colores, y tuvieron que apañárselas como Dios (o los santos patrones de sus lugares) les dieron a entender para salvar el pellejo de los dedos que los señalaban como enemigos desde lo más rancio de aquel colorido bipolar.
          Unos, otros y los de en medio se las vieron y se las desearon por aquellos años de novenas y rosarios de la aurora, de la fiscalía de tasas, del contrabando, de los estraperlistas y de las cosarias, para echarse a la boca lo que los campos sin enrejar y los campeadores enrejados o enrolados a este y al otro lado llevaban sin producir tres largos años, sin que nadie pudiera remediar la hambruna que colea tras cualquier contienda civil inventada por cualquier maldito.

 
Fue por entonces cuando a mi padre le dieron una plaza de “maestroescuela” en Bélmez de la Moraleda. 


Su primera escuela. 



          Es de suponer que mi padre fuera “azul” para alcanzar tal destino, o que el hecho de haberse casado con la hija única de una señora a la que la habían enviudado los rojos allá por las tristemente célebres matanzas de Paracuellos del Jarama fuera salvoconducto suficiente en mitad de la caza de brujas de por entonces.

El caso es que mi padre comenzó lo de ser 
maestro en La Moraleda.

          Mi padre, probablemente “azul”, no tenía sin embargo los dineros precisos para poder hacer el camino desde Bedmar –donde yo acababa de ver la luz— hasta Bélmez de la Moraleda, el pueblo en el que él tenía que lidiar cada día con galopines de pies descalzos y endurecidos por la carencia, que jugaban al mocho o a piola, se rascaban con saña lo que quiera que llevaran entre los pelos de la cabeza y se levantaban como se acostaban: con los “estógamos” metiendo más bulla que una zambomba hueca en manos de un aguilandero empapado en cuerva.
¡Paradojas de la vida! Mi padre, presuntamente “azul”, casado con la hija de una señora censalmente terrateniente, y, sin embargo, como se decía entonces, pasando más hambre que un “maestroescuela”.  La historia de los “porqueses” de aquellas miserias familiares sería demasiado larga de contar, y no viene a cuento si no es para decir que no son los colores los que llenan los platos o vacían las alhacenas. Y si no, que se lo digan a los que ahora van y vienen vestidos de poderío personal por esta Sierra Mágina, esta tierra en donde, a fuerza de esfuerzo, brillan tantísimos arcos iris como los que ahora nos devuelven la luz por un mismo rasero: la sabiduría.
Así fue la cosa: mi padre debía elegir. O se gastaba el sueldo en harina para hacerme mis primeras papillas o gastaba las suelas de sus alpargatas –no estaba bien visto que un maestro llevara albarcas— yendo y viniendo dos veces al día, de Bedmar a la Moraleda y de la Moraleda a Bedmar, por trochas y veredillas que por entonces solo conocían los rabadanes, sus rebaños y el maestro de la Moraleda: don Ángel.
Durante muchos años, en la Moraleda, en Bedmar, en Jódar o en cualquier pueblo de esta Sierra Mágina nuestra, yo no era yo, sino “la hija de don Ángel”. Así, a secas, sin apellido y sin nombre propios que no fuera aquel “don—Ángel” triunfal y glorioso que supo camelarse a chicos y grandes con una personalidad brillante y arrolladora.
Desde 1959 en que murió don Ángel, hasta que han ido desapareciendo quienes le conocieron, yo seguí sin ser yo. Era “la más grande de las tres hijas de las de don Ángel”.
*   *   *
Hoy, tras más de 70 años de lo de entonces, regresaré a La Moraleda a recoger un premio literario basado en una historia que mi padre, fabulador empedernido, me contaba como si fuera verdad, y que hablaba de un chiquillo ciego de aquel pueblo, que nunca fue a su escuela, pero que sabía leer con el olfato y escribir con la piel.
Y que abrazaba a los olivos, 
nuestro árbol sagrado.

          Curiosamente, en el programa de festejos veo mi nombre escrito en lugar de poner lo de siempre: ésa es “la-más-grande-de-las-de- don-Ángel”.
Siento que se me revuelve en la memoria todo aquello que él contaba.
          Y entre tanto matojal como el que llevo ya rastrojado, sé que “donÁngel”, desde donde esté, sonreirá, haciéndome entrega de mi nombre. Devolviéndome por fin mi nombre, aunque la historia ganadora por la que me han premiado haya salido de retazos de lo que él contaba como si fuera verdad, aliñado con algo de cosecha propia, como si fuera mentira que él ya no está y ahora la fabuladora tenga que ser yo.

En CasaMagica. En un 18 de Agosto de 2019